Giro la cabeza una vez más. El viento acaricia mi cara, mi cuello. Es un viento fresco, típico del otoño, que recorre todo mi cuerpo como un amante desesperado… Pero como el amante desesperado que resulta ser, me cansa ante tanta insistencia. Mi nariz y mis mejillas deben de estar rojas como el cielo del atardecer que se confunde con las hojas de los árboles, teñidas de sangre. Apresuro mi paso por el Parque Maruyama. Está anocheciendo y aunque me siento segura en esta ciudad, nunca está de más tomar precauciones. Sin embargo, no puedo evitar pararme de vez en cuando para disfrutar de la espectacular vista de colores del parque. Las hojas momiji en su máximo esplendor: rojos, violetas, naranjas, amarillos y marrones se pelean para atraer la atención del paseante y es esta guerra de colores, de intensidades, la que tanto placer da a la vista. Un placer que sólo se encuentra aquí, entre estas hojas otoñales, aunque todavía tengo la esperanza de encontrar un quimono que refleje, exactamente, esta intensidad de colores, de sombras y de brillos. Ni en las mejores tiendas de quimonos de Karasuma he logrado encontrar esa luminosidad, esa sobriedad, ese despertar de los sentidos que es el otoño en Kioto. Noviembre es el mes del color de la sangre, el mes del color rojo, en la ciudad de Kioto… Y curiosamente, es también el mes de mi cumpleaños.
Cruzo el templo Yasaka y, aunque siento en mí la tentación de tocar la campana y rezar, al final me echo para atrás. No puedo perder ni un minuto más. Ya he gastado demasiado tiempo sentada en el parque, viendo la tarde caer, soñando. No quiero ni pensar qué dirán en casa, tú siempre con tus cuentos, y es que ya llego tarde. Me dirijo, decidida, a la calle Shijô que se alza ruidosa y pretenciosa ante mí: un hervidero de ciudadanos, luces de neón, bares de karaoke, salas de pachinko y tiendas de omiyage para los turistas. Kawaramachi es el centro de diversión de Kioto, el lugar donde la más vieja tradición que inunda las calles de Gion y la actual diversión que toma forma de bares, discotecas y centros comerciales se entremezclan sin igual. Cuesta comprender cómo puede existir, de forma tan natural, de forma tan brutal, un pequeño templo en medio de tanto murmullo; cómo puede existir una callejuela repleta de geishas y casas de té entre tanta luz de neón; cómo puede ser que una ciudad mezcle, de tal manera, polos opuestos de su historia. Pero así es Kioto y es justamente esto lo que cada día me enamora más y más de esta ciudad. Llegué a Kioto cuando todavía era una chiquilla. Enamorada de aquel personaje que una vez descubrió la fama, enamorada del apuesto Genji, quise recorrer cada uno de los recónditos espacios de la ciudad, quise tocar cada piedra que él, con sus manos suaves pero robustas, había tocado tantos siglos atrás en ese mundo imaginario que es el de la literatura. Quise respirar su mismo aire, oler el rastro de su perfume que la ciudad, a través de los siglos, había conseguido hacerse propio. Y así, de esa manera, Kioto se convirtió en mi amante, un amante silencioso, siempre dispuesto y placentero. Un amante que cada otoño lloraba lágrimas de sangre por su amada, pero que cada primavera resucitaba y se bañaba conmigo entre flores blancas y rosadas. Pasear por sus calles, escondida debajo de esta ropa occidental, siempre me había resultado de lo más excitante. Con el paso de los años, la rigidez parecía haberse aflojado un poco y la sociedad ya no se mostraba tan exigente conmigo, pero aún y así, me gustaba mantener ciertas cosas en secreto. Me gustaba corretear por ahí, fantasear, soñar e imaginarme en un cuento. Disfrutaba pensando que si en casa supieran de mi doble vida, si supieran de mis salidas a escondidas, mis ropas occidentales y mi música alternativa, mi reputación caería en picado, como antaño les pasó a tantas otras. La adrenalina que se desprende del cuerpo al vivir un secreto es el aire de mi juventud. Una juventud que quiero mantener a toda costa, que paso leyendo a Murasaki Shikibu, corriendo por los jardines del Palacio Imperial, soñando ser la misma Murasaki; una Murasaki poco real, me atrevería a decir, pero Murasaki de todas formas. Y es que hasta el nombre de tan famosa escritora llena mi estómago de un sutil sabor dulzón: murasaki, violeta, mi color favorito, el color de uno de mis más preciados quimonos, que sólo me permito vestir en ocasiones realmente especiales. Un quimono violeta repleto de pequeñas hojas de colores del atardecer que parecen bailar al son de mi música interior, llenas de vida, jugueteando con el color verde chillón de un obi pesado, pero suntuoso, que lucha por centrar la atención de los ojos que miran. Apresuro mi paso. Entre tanto transeúnte resulta complicado hacerse un hueco y seguir caminando siguiendo tu propio ritmo, ya que a estas horas de la tarde, la calle Shijô está imposible. Cruzo a mi derecha y me adentro por una callejuela estrecha y poco iluminada. Las luces de papel empiezan a encenderse, mientras los bares no dudan en obsequiar al visitante con ese calor, ese olor y ese vaho que inunda la ciudad al anochecer. Intentando hacer el menor ruido posible, no por entrar en secreto sino más bien por no alterar la vida que surge a mi alrededor, deslizo la puerta de madera tallada y entro en casa. Me quito los zapatos y me enfundo unas pequeñas zapatillas. Corro hacia la habitación y medio desnuda, sentada de rodillas frente al espejo, sobre un tatami algo gastado y roído, empiezo a pintarme la cara y el cuello. El blanco sobrio de mi cara resalta sobre el negro de mi pelo y el rojo vivo, casi sangrante, de mis ojos y mis labios. Ayu, mi alma gemela, la hermana que nunca he tenido, mi compañera de fatigas, entra en la habitación y me sonríe. Siempre ha sentido debilidad por mí, por mi habilidad de soñar, por mi capacidad de contar y vivir historias. Kyo-chan, algún día llegaremos tarde de verdad. Siempre me regaña, pero sabe que no tiene nada que hacer, que la batalla está perdida y así, como cada tarde, con su ayuda, termino de prepararme. Sonriendo, nos miramos al espejo. Dos jóvenes de cara blanca, símbolo de una tenue pureza, labios pequeños, como tímidos ante un beso, cejas finamente dibujadas de un rojo de lo más otoñal, cuellos excitantes, que dibujan el placer de la feminidad, quimonos siempre pesados, pero dulces y suaves a la vista. Nos reímos, porque aunque cada día nos miramos al espejo, así, juntas y sonriendo, nunca dejamos de sorprendernos ante nuestra propia belleza. Una belleza de ensueño, una belleza casi falsa, me atrevería a decir, por lo poco real que tiene en ella, pero belleza al fin y al cabo. Ante el grito de nuestra mama-san, que nos da las últimas indicaciones de la noche, nos apresuramos hacia la puerta. Calzamos nuestros okobo, nos despedimos con una sobria reverencia y con el shamisen en brazos, abrimos la puerta y dejamos que el olor de Kioto impregne nuestros quimonos. Caminando apresuradamente por Pontochô, unos gaijin, extranjeros tan altos y fuertes que nos dan hasta miedo, pronuncian unas palabras imposibles de descifrar y nos hacen una foto. Y me doy cuenta, en ese preciso instante, de que yo misma soy Kioto, de que ya formo parte de esta ciudad que tan enamorada me tiene, de esta ciudad que llora sangre y se baña entre flores por mí. Y al cruzar la calle Shijô, por segunda vez este día, este yo tan maquillado y escondido bajo un quimono, no sólo recibe miradas de curiosidad, sino también gestos de sorpresa y palabras de admiración. La calle que antes había luchado por cruzar, ahora se rinde a mis pies, y susurra en mil y un idiomas, palabras que todavía lucho por comprender. “Oh, mirad, una maiko-chan”.