El otoño es una estación que no cae muy bien. Y es que al pobre le toca
llegar justo después del verano.
La temporada del sol, el calorcito, las largas tardes de cañas con los amigos,
y para los que trabajan, el tiempo en el que gozan de las vacaciones.
Pero además, llega acortando los días, desatando al viento y descargando
precipitaciones.
Es lógico que lo tenga complicado a la hora de hacer amigos.
Visto lo visto, se entiende que se hable de la tristeza del otoño, del síndrome
afectivo estacional o, lo que aún suena más duro, la depresión otoñal.
A muchas personas los cambios de ritmo vitales que traen consigo la llegada
del del frío y el menor número de horas de luz les influye de forma negativa.
Están más irritables, les cuesta concentrarse, duermen mal y hasta les afecta
en su libido
Pero esto sólo dura hasta que el individuo en cuestión se vaya
adaptando a la nueva estación.
Una vez acostumbrados al cambio somos capaces de ver las maravillas que
nos ofrece. Los colores, cálidas interpretaciones de los amarillos, naranjas,
verdes y marrones, nos revelan magníficas estampas naturales. La suave
atmósfera que invade las calles, restaurantes y cafés, refugios en
las primeras tardes de fresco.
El olor a castañas asadas que nos dice que el frío está a punto de llegar.
Las uvas, mandarinas, peras, manzanas y granadas, sabrosos productos de
temporada que alimentan el alma.
Las jornadas en casa, debajo de las mantas, disfrutando de un libro en
solitario o de una buena película con la mejor compañía.
Los días cortos que dan paso a largas noches para disfrutar charlando con los
amigos.
La oscuridad dilatada preludio de un mañana que comienza con el mejor
desayuno.
Lo que el otoño nos trae no son más que regalos, para el alma, para los
sentidos, para el corazón…
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