Blanca Flor
Rolando era un simpático príncipe, quien, por urgentes razones de Estado, debía contraer enlace.
El joven no sabía a quién elegir para esposa hasta que un día, en que contemplaba las rosas de su jardín, le vino la idea de que debía casarse con una dama que se llamase Blanca Flor. Hizo conocer esta decisión a su madre, la reina, y ésta exclamó:
— ¡No conozco mujer alguna que se llame así!
¡Tendrías que recorrer el mundo entero para encontrarla! Tú sabes, además que hay un plazo para solucionar este problema de Estado.
El príncipe salió a recorrer muchos países y, cuando hubo perdido la esperanza de hallar a la mujer que anhelaba, se encontró con un pescador, quien al saber el motivo del viaje del joven, le dijo:
— Señor, yo os llevaré a la choza de unos pobres leñadores que tienen dos muchachas. Una de ellas, es hija del matrimonio; la otra, es una huerfanita que se han criado.
Esta es muy bonita y muy buena y, por eso, la pareja le puso el nombre de Blanca Flor.
Al oír esto, el príncipe dio un saltó de alegría y pidió al buen pescador que lo condujera a la choza. Una vez en ella, les dijo a los leñadores.
— ¿Es verdad que tenéis una huerfanita que se llama Blanca Flor? Soy el príncipe Rolando y deseo casarme con ella. Venid todos conmigo al palacio, para que mi madre vea a Blanca Flor, precisamente cuando ya se vence el plazo que me ha dado la corte.
Los leñadores, junto con las dos jóvenes y el príncipe, tomaron un barco rumbo al país del apuesto pretendiente. Pero, durante el viaje, la leñadora, vencida por la ambición, determinó suplantar a Blanca Flor con su propia hija. Aprovechando que aquélla dormía, la ató con una cadena y la arrojó al mar...
Por suerte, una ballena se tragó a Blanca Flor y, sin hacerle el menor daño, la condujo a tierra. Cuando fue varada en la playa, un criado del príncipe guiado por el perro engreído de palacio, la encontró, le desató las amarras y la instaló en una cueva, a donde le llevaba alimentos.
Mientras tanto, cuando llegaron los viajeros a tierra, Rolando pudo notar que Blanca Flor no era la bellísima joven que había conocido en la choza del bosque. Se lo dijo así a su madre, pero ésta alegó:
— Es que el aire salino del mar le ha estropeado un poco su cutis…
Cuando llegaron a palacio, el perro del príncipe comenzó a lanzar elocuentes ladridos y hacía continuos intentos de dirigirse hacia la playa, volviendo nuevamente a los pies de su amo, como si quisiera enseñarle algo.
— ¿Qué me quiere indicar mi perro? —preguntó el príncipe a su criado.
— Quiere decirle señor, que en una cueva de la playa hay una bellísima joven refugiada —explicó el criado.
Entonces fueron a la playa siguiéndole al perro y grande fue la sorpresa, y mayor aún la alegría del príncipe, cuando encontraron en la cueva a la legítima Blanca Flor. La estrechó con efusión y, conduciéndola al palacio, la presentó a su madre, la reina, que quedó sumamente encantada con la belleza y el dulce candor de la joven.
Los jóvenes se casaron con la venia y contento de la reina, salvando así el grave problema de Estado. Fueron muy felices y perdonaron, a pedido de la buena Blanca Flor, la mala acción de la ambiciosa leñadora, quien, en adelante fue un dechado de modestia y de bondad...
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